domingo, 19 de abril de 2015

Historias sin justicia (II)

399 aC

Sócrates, el famoso filósofo ateniense. Había oído hablar de él en Mileto, pero no creí que tendría oportunidad de verlo alguna vez. Y menos aún para ser juzgado.
El Arconte pidió silencio. El numeroso jurado escuchaba atentamente, mientras los acusadores preparaban su discurso. Parecía que toda la ciudad se hubiera congregado para oír hablar a Sócrates. En el Ágora no se oía otro sonido que no fuera la potente voz del Arconte. Solemnemente, leyó los cargos de los que se le acusaba:


-Sócrates, maestro filósofo, estamos hoy aquí para juzgar tu culpa de los crímenes de corrupción a los jóvenes e impiedad. Ahora, la acusación ofrecerá su discurso, y luego el acusado tendrá derecho a defender su inocencia.
El semblante se Sócrates era sereno. Ni siquiera la terrible magnitud de los crímenes de que se le acusaba parecía tener efecto en él. Todos sabían que el dominio de la retórica del maestro estaba más que probado, pero las penas por impiedad eran muy duras, y los atenienses no veían con buenos ojos que se insultara a los dioses.


Observé cómo un hombre se acercaba para pronunciar su discurso. Oí susurrar que se trataba de Licón, uno de los acusadores que habían presentado cargos. La multitud casi contuvo el aliento mientras Licón ofrecía su discurso. En él acusó a Sócrates de haber instruido a los jóvenes para que negaran los valores ancestrales de Atenas y de instarlos a criticar la propia democracia. Incluso sugirió que había instruido a traidores contra la patria, recordando a Critias, su antiguo discípulo, que formó parte de los infames Treinta Tiranos, que gobernaron Atenas tras su derrota a manos de Esparta. Algunas personas empezaron a proferir insultos contra el filósofo, pero eran inmediatamente silenciados por el resto de la multitud. El joven que estaba a mi lado negaba con la cabeza con una mueca de indignación.
Cuando Licón hubo terminado, fue el turno de Sócrates, que se defendió de cada uno de los cargos de los que se le acusaba con elegancia y una oratoria brillante. Oyéndole me cercioré de lo justificado de su fama. Los que antes habían proferido insultos contra él ahora callaban. Uno a uno desmontó los argumentos de su acusador, demostrando un conocimiento de las leyes fuera de toda duda. Incluso el jurado parecía conmovido por la fuerza de su discurso. Cuando terminó su disertación, el Arconte aún tardó un momento en declamar:
-Una vez oído el discurso de ambas partes, ¿qué pena pide la acusación?
Licón se levantó, y con voz grave dijo:
-Pedimos la pena de muerte por envenenamiento.
La multitud empezó a murmurar mientras el Arconte pedía al jurado que votara la propuesta. Éste se mostró favorable a la condena, pero por un estrecho margen, insuficiente para levantar el veredicto. El joven a mi lado me miró esperanzado. Tal vez fuera uno de sus discípulos, esperando para ver la suerte que corría su maestro. Sócrates expresó entonces su sorpresa ante la flaqueza de los argumentos que servían para condenarle. Esto levantó quejas de parte del jurado y de la multitud, desaprobando su falta de conciencia.
El juicio continuó. La acusación se levantaba al completo, airada, mientras ofrecían sus razones con vehemencia. Sócrates respondía, casi con tono burlón, ofreciéndose a pagar sumas irrisorias o a organizar banquetes públicos para evitar su condena, lo que enfurecía aún más al gentío. Aquel hombre estaba cavando su propia fosa. Se negó a disculparse públicamente, sabiendo que aquello sería su perdición. Sus acusadores cada vez lo increpaban con más fuerza, pero Sócrates mantenía su negativa, sereno.

Una vez hubieron acabado los discursos, el Arconte pidió, casi a gritos, una segunda votación. Esta vez, casi todo el jurado estuvo de acuerdo con la pena propuesta. Una aclamación corrió por todo el Ágora. Sócrates había sido condenado a muerte.
Yo asistí a la escena incrédulo. La serenidad de aquel hombre ante su condena era algo incomprensible. Si sólo hubiera pedido perdón, se habría salvado. Pero decidió no hacerlo. Y aún así encontró la fuerza para mantenerse impasible ante la muerte. Miré al joven a mi lado, que tenía una expresión desolada en su rostro. Le dije en tono conciliador, procurando que nadie me oyera:


-Quizás aún pueda huir al exilio. Dada su fama, la gente lo aceptará, y dudo que lo persigan.
Me miró con una expresión de abatimiento, y contestó:
-No lo hará. Ya intentamos persuadirle, pero él acatará el veredicto. No desobedecerá las leyes de Atenas, a pesar de que por éstas ha sido acusado injustamente.


El Arconte dio por finalizado el juicio, y la gente comenzó a retirarse, comentando la condena con satisfacción. Incluso los que antes lo defendían admitían su impiedad y lo justo de la pena. Intenté ver a Sócrates por última vez, pero el gentío me lo impidió. Ahora debía ir a su casa y envenenarse él mismo con cicuta para acatar el veredicto. Una muerte tranquila.
El joven se despidió de mí cortésmente, y me dijo:
-Ahora debo ir con mi maestro, pues quiero compartir con él sus últimos momentos.
-Triste final para un hombre como él.
-Él no hubiera aceptado huir a su destino. Este final es el único que aceptará. Pero lo hará de buen grado, porque no ha renunciado a las ideas que nos enseñó, y que son su posesión más valiosa.
Miré largamente a aquel joven, que parecía irradiar una autoridad y una sabiduría impropias de alguien de su edad. Tal vez se convirtiera en un digno sucesor de su maestro algún día. Finalmente, le ofrecí mi nombre, y él me ofreció el suyo:
-Mi nombre es Arístocles, hijo de Aristón, mas mucha gente me llama Platón. Espero que nos volvamos a ver, y que los hados iluminen tu camino.

Mientras volvía a casa de mi anfitrión, no cesaba de pensar en aquel hombre que, en esos instantes, se dirigía hacia su muerte. En cómo me había sorprendido su entereza ante un destino terrible. Y pensé en la justicia, que él había jurado defender, y que ahora lo conduciría, irremediablemente, a la barca de Caronte.

2115


Sócrates. Ese nombre me sonaba. Había leído cosas sobre ese señor, un filósofo griego, revolucionario, que murió por no renunciar a sus ideales. Admirable cuanto menos. El hombre que tenía delante se llamaba igual que él, y también era de ideas revolucionarias. Parecía que la gente lo respetaba. Por lo que pude averiguar de las conversaciones que oía, este Sócrates era un activista que pretendía cambiar la situación política en la que se encuentra su país. Con situación política me refiero, por supuesto, al régimen que controlaba las vidas de los ciudadanos. 
Tengo que decir que al ser un turista no podía hacerme una idea de si realmente era tan totalitario como decían los ciudadanos que lograban cruzar las fronteras de Grecia. Según ellos la represión era terrible, la calidad de vida, pésima, y cada vez tenían menos formas de comunicarse con el exterior. Por lo que había leído en los periódicos, el régimen se instauró hace más de veinte años tras una dura crisis económica. Un grupo de ricos se hizo con el control del ejército, militarizó la policía, que ahora llaman fuerzas de seguridad, y comenzó a recortar sueldos y libertades. 
Sócrates era de los pocos que se atrevían a quejarse en voz alta, y los muchachos que me rodeaban parecía que también. Todos miraban fijamente hacia el atril frente al cual estaban los tres hombres junto con el jurado. Se leyeron los cargos de los que se acusaba a Sócrates, instigar la revolución y actuar en contra de los ideales propios de Grecia. Lejos de parecer preocupado, él sonreía, con la cabeza baja. La multitud estaba intranquila durante el discurso de la acusación, y se escucharon algunos gritos que fueron rápidamente acallados. Me di cuenta de la cantidad de agentes de policía que nos rodeaban y me empecé a preocupar Cuando acabó el discurso, vi cómo sacaban arrestados a algunos de los asistentes al juicio.
Luego llegó el turno de Sócrates de defenderse, y vaya si lo hizo. Habló de la libertad, del amor por el conocimiento, de cómo las medidas que llevaron al régimen actual fueron equivocadas. De que es posible salir a flote de nuevo, porque no todo está perdido. Hasta yo estaba emocionado. El muchacho que tenía a mi lado hablaba apresuradamente con sus compañeros. Parecía convencido de que el juicio iba a acabar mal. Los demás asentían y comentaban, con tristeza, que si le estaban dejando hablar tanto en público sobre sus ideas era por algún motivo. Y efectivamente, cuando Sócrates calló, un miembro de la jurado sacó unos documentos que detallaban un episodio de violencia juvenil del acusado. Por la cara que pusieron los jóvenes que me rodean, entendí que eso era suficiente para desmontar su discurso. Cuando el jurado condenó a Sócrates a muerte, la mayor parte del público parecía de acuerdo. Miré a mi alrededor y noté que la policía estaba preparada para atacar, y entonces me di cuenta de que nadie estaba de acuerdo, pero temían las represalias. Sócrates empezó a decir algo parecido, pero en ese momento se lo llevaron a empujones. 
El chico que me habló al principio del juicio se giró hacia mí y me dijo, entre susurros:
-Ya sabía que iba a acabar así.
-¿Por qué le condenan por algo distinto a aquello de lo que le acusaban?
-Porque necesitan quitárselo de enmedio.
-Pero eso no es justicia. Y estoy seguro de que con su dominio de la retórica podría demostrar que es injusto.
-Claro que podría, pero no lo hará. Y todos los ciudadanos volverán a sus casas enfurecidos.
-Entonces, ¿le da igual morir por una condena injusta?
-Él sabía los riesgos. Todos los sabíamos, y aun así decidimos seguir adelante con la resistencia. Él es el que daba la cara, pero todos sabemos el mensaje. Y seguiremos extendiéndolo por el país hasta que cobre la fuerza suficiente.
-¿Y entonces?
-Entonces empezará la revolución, y la muerte de Sócrates no habrá sido en vano.


Me despedí de los chicos y me alejé apresuradamente de la plaza. Justicia, qué concepto tan curioso. Al llegar al hostal, abro mi maleta sobre la cama y meto toda la ropa que había sacado de la misma el día anterior. Aún intentando procesar lo que acababa de presenciar, recogí todas mis pertenencias y me marché. Caminé hasta el embarcadero y me compré un billete para el próximo barco. Me sentía asqueado por el hecho de que había ignorado, como el resto del mundo, la situación en la que se encontraba Grecia. No había querido creer que fuese para tanto, y había tenido que presenciar la condena de un hombre justo para empezar a creer en la injusticia. 
Quizás no es demasiado tarde, quizás cuando llegue a casa podré convencer al mundo de que hay que buscar el modo de cambiar nuestro punto de vista.

No hay comentarios: