399 aC
Dejé la
casa de mi anfitrión por la mañana temprano para pasear por la ciudad. El viejo
Aetos es muy gentil, pero necesitaba una mañana lejos de sus interminables
charlas sobre las gestas de Teseo. Después de una preocupada disertación sobre
lo poco apropiado que resultaba que un extranjero deambulara solo por las
calles de la ciudad, conseguí convencerle para que me privara de su presencia
en mi paseo.
Atenas
estaba preciosa aquella mañana. La colina de la Acrópolis, majestuosa y
terrible, se alzaba sobre la ciudad, con sus imponentes templos dedicados a la
diosa Atenea. Ante ella, el teatro de Dionisos, vacío a una hora tan temprana,
pero aun así igualmente magnífico. Perdiéndome entre sus calles contemplé el
Areópago, donde se reúne el Consejo, y seguí adelante hasta lo que consideraba
el destino de mi paseo: el Ágora.
El
mercado bullía de actividad, con los vendedores anunciando sus mercancías a los
cientos de mujeres con sus esclavos que hacían la compra. En la Estoa Pecile
grupos de apasionados oradores discutían sobre los más diversos temas. El
corazón de Atenas palpitaba de vida. Hasta que, de repente, una multitud empezó
a congregarse en los juzgados.
Las
mujeres que hasta entonces regateaban se habían esfumado, los oradores de la
Estoa callaban y se dirigían a buen paso hacia la multitud. Como movido por un
sortilegio, también me dirigí hacia allí. Tal vez los forasteros no fueran
bienvenidos en aquel acto del que yo nada sabía, pero en aquel momento no me
preocuparon las rígidas normas atenienses. Mi curiosidad se impuso.
Cuanto
más me acercaba, más intenso se hacía el murmullo de la multitud. Trataba de
oír todas las conversaciones por si alguna me revelaba la naturaleza del
revuelo, pero eran demasiadas voces para prestarles atención. Cuando finalmente
me detuve, pude oír a alguien gritar:
-¡Mirad,
es el hijo de Antemión! ¡Y el poeta Meleto! ¡Vienen junto al arconte!
Por lo
que pude ver entre la multitud, un nutrido grupo de gente se dirigía al
juzgado. Un juicio tan importante debía ser un acontecimiento en Atenas. Di
unos cuantos empujones para acercarme más, hasta que acabé detrás de una pareja
de hombres que hablaban airadamente:
-Es una
vergüenza. Le han ordenado presentarse, pero no tienen pruebas contra él. Este
juicio un disparate.
-¿Disparate?
¡Él educó a traidores contra nuestra patria e insulta a nuestros dioses!
¡Merece un castigo!
De
repente, un silencio cayó sobre todos los presentes. Estaba llegando al juzgado
un hombre bajito, más bien rechoncho, con una larga barba y unos rasgos poco
agradables. No parecía una persona muy notable, pero el silencio que producía a
su paso era revelador. Todos fijaban la vista en él, que se dirigía con paso
decidido hacia el interior del edificio. Sin pensarlo, me dirigí a un joven que
estaba a mi lado y le pregunté qué estaba ocurriendo. Me miró de forma extraña
y murmuró, como con miedo de romper aquel silencio:
-¿Es
que no lo sabes? Por fin ha llegado el día. Hoy van a juzgar a Sócrates.
2115
Cuando
salí del hostal aquella mañana me crucé por primera vez con la dueña, una
señora bajita, con arrugas y una sonrisa afable que me preguntó a dónde iba. Le
contesté que, como acababa de llegar a Grecia, lo que quería era aprender a
moverme por la zona y también hacer turismo si era posible, ya que no se me da
bien orientarme. La señora me preguntó que si necesitaba ayuda con algo que la
avisara, a ella o a su hijo, pero negué con la cabeza. Luego salí a la calle.
Decidido
a no sacar el mapa, recorrí algunas calles girando al azar, hasta que llegué a
una pequeña plaza en la que había, además de una pared llena de grafiti y un
kiosco cerrado, un pequeño mercadillo callejero. Este consistía en varias mesas
repletas de objetos diversos dispuestas en semicírculo. No estaba muy
concurrido, así que los vendedores estaban sentados charlando en un banco cerca
del kiosco. Me acerqué a mirar las antigüedades que estaban a la venta y sentí
el impulso de comprar un reloj de pulsera, que parecía tener unos cien años. No
podía creerme que se pudieran vender cosas como esas, más en la situación en la
que se encontraba Grecia. Sea como fuere, acabé comprando el reloj y le
pregunté al hombre que me lo vendió si podía indicarme el camino al Nuevo
Palacio de Justicia.
Tras
su explicación, caminé por algunas calles desérticas. Anduve unos minutos hasta
que llegué a una calle bastante ancha en la que había congregada una multitud.
Me encontraba ya frente al Palacio de Justicia, situado en el mismo lugar donde
primero estuviese el ágora y más tarde el museo nacional, que fue trasladado a
las afueras de la ciudad durante el régimen actual.
Intenté
acercarme al juzgado, porque mi naturaleza curiosa así me lo pedía, pero me
resultaba muy difícil abrirme paso entre la multitud. La gente susurraba cosas
que no entendía del todo, pero parecían esperar que pasara algo bueno. Al cabo
de unos minutos aparecieron en los escalones del edificio dos de los dirigentes
del Nuevo Sistema Griego, seguidos por un hombre alto, con barba y aspecto
sereno. Mientras se acercaban hacia el atril, todos los presentes dejaron de
murmurar. Era evidente que pasaba algo importante, así que pregunté a uno de
los muchachos que tenía cerca. Giró la cabeza y murmuró, como con miedo de
romper aquel silencio:
-¿Es
que no lo sabes? Por fin ha llegado el día. Hoy van a juzgar a Sócrates.
No hay comentarios:
Publicar un comentario