Érase una vez un viajero. Su procedencia era tan desconocida
como irrelevante, y el destino de sus viajes era un misterio hasta para él.
Nunca permanecía demasiado tiempo en ningún lugar, pues buscaba encontrar un sitio del
que no quisiera marcharse. En sus aventuras siempre aprendía cosas nuevas, y
avanzaba cada vez más sabio.
En una ocasión, en un pequeño pueblo al norte del país, se encontró con un anciano que pasaba
toda la noche en vela, mirando hacia el oeste. Durante el poco tiempo que se
quedó allí, observó a aquel hombre sentarse con la vista fija en ninguna parte, sonriendo ilusionado, hasta que amanecía y se iba a dormir, hasta su siguiente vigilia.
- Es estadística, - dijo
cuando el viajero le preguntó el motivo de su fijación - algún día el sol
empezará a salir por allí, y yo quiero ser el primero en verlo.
En otro de sus viajes, mientras cruzaba el puente que atravesaba el
río más largo de la región, se percató de que había un grupo de niños que
recogían piedrecitas en la orilla. El viajero se paró a observarles. Cada niño,
al parecer, buscaba piedras de un color diferente. Pasado un rato, los niños
contaron cuántas tenían, en voz alta. Aquél con mayor número de piedras fue
nombrado jefe, y los que habían recogido menos recibieron la tarea de
obedecerle. Los chavales con un número de piedras intermedio se dedicaron a
ayudar al jefe a buscar más, al mismo tiempo que ponían trabas a los que tenían
menos.
En otra ocasión llegó a una ciudad sin nombre. Cuando atravesó sus puertas, nadie vino a
recibirle ni dio muestras de haberse percatado de su presencia. Esto le sorprendió, pues en todos los lugares por los que pasaba había alguien que se acercaba y le ofrecía hospitalidad. Sin embargo, en aquel lugar nadie parecía
siquiera verle. Extrañado, vagó por la ciudad un buen rato, hasta que un hombre comenzó a hablarle.
-Nadie va a recibirte
aquí, forastero, - le dijo - pues desde hace generaciones la gente
en esta ciudad nace sin el don de la vista. Ahora ya nadie sale al exterior,
puesto que no conocen nada más allá de las paredes de sus casas, y temen perderse por los
caminos.
Cuando le preguntó por
qué él podía verle, le contestó:
-Un día, sin previo
aviso, recuperé la vista. Ignoro el por qué, pero al decírselo a mi familia y
amigos, nadie me creyó. Traté de describirles lo que veía, pero como no había
nadie en la ciudad que hubiera visto aquellas cosas, me acusaron de mentir y de
inventarlo todo, y me declararon loco e inválido. Así que hace tiempo que vivo
como un lisiado, y me conformo con pobres limosnas.
Muy afectado por lo que
aquel hombre le contó, se marchó de la ciudad dejándole unas monedas.
Acabó en otro de sus viajes en una ciudad cuyo alcalde era un
hombre amable y sabio. Tuvo la suerte de poder hablar con él mientras visitaba
el ayuntamiento una tarde, y quedó muy impresionado por las ideas que tenía
para ir mejorando la productividad de la ciudad. Viendo que el viajero era
sabio, el alcalde le habló largo y tendido de las mejoras que quería implantar
en la infraestructura de la parte antigua de la ciudad y las medidas que iba a
tomar contra el desempleo y para favorecer a las clases sociales más
necesitadas. Charlaron sobre actividades para fomentar el turismo y la cultura,
discutieron de las ventajas de ciertos modelos de educación. Y cuando el
viajero estaba decidido a quedarse a vivir en aquella ciudad, se despertó.
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